Match Point Woody Allen
El último suspiro
Match Point Woody Allen
Miguel Laviña Guallart | 30 abril, 2021
Cineasta fiel a su cita en las pantallas cada otoño durante largo tiempo, la perspectiva que proporciona el paso de los años permite considerar Match Point (Match Point, 2005) como la última de las obras indiscutibles de Woody Allen. A lo largo de las dos pasadas décadas, la filmografía del director ha oscilado entre decisivas decepciones y ciertas recuperaciones parciales. Unas películas que parecen realizadas en torno a una única idea brillante a desarrollar, en ocasiones con una dinámica formalmente rutinaria. Woody Allen demostró su maestría en Match Point, el último suspiro en una esforzada y rotunda película, que remite a los algunos de los momentos más relevantes de su filmografía.
Por vez primera el cineasta rodó de forma íntegra lejos de Nueva York, una ciudad que le había acompañado a lo largo de su trayectoria y que impregna el espíritu de su obra. Empujado por las polémicas personales -le han perseguido mediáticamente durante los últimos años-, y por los crecientes problemas de producción, comenzó una etapa que le ha conducido a rodar en distintos países europeos, con resultados muy desiguales. Día de lluvia en Nueva York (2019) ha supuesto un positivo regreso a una ciudad que siempre retrató con una magia especial. En Match Point refleja Londres con similar encanto, desde una mirada extraña, algo distante, un elemento que resulta finalmente positivo para un relato que adquiere tintes de novela negra. En esta ocasión decide permanecer tras las cámaras, cediendo el protagonismo a la atractiva pareja protagonista formada por Scarlett Johansson y Jonathan Rhys Meyers, acompañados por un elenco de excelentes actores británicos. La premisa argumental en torno a un excampeón de tenis que se mueve en la buena sociedad londinense, decididamente arribista, dispuesto a cualquier cosa por mantener su estatus, se plantea a partir de una inteligente metáfora tenística, que más tarde desarrolla de forma brillante. Una secuencia que cuestiona la suerte, la delgada línea que puede separar la victoria o la derrota en un partido, el éxito del fracaso en la vida. El empeño por la ascensión social y sus consecuencias sirven a Allen para reflexionar sobre algunos de sus temas habituales, la pareja, la infidelidad, la muerte o el sentimiento de culpa.
Woody Allen despliega en Match Point de forma espléndida su talento narrativo al servicio de un relato que, con pulso firme, desplaza de la comedia dramática hacia una intriga cargada con la fatalidad propia de la novela negra
Una revisión detenida de Match Point supone en cierto sentido una reconciliación con la obra de Woody Allen. Durante los últimos años, se ha instalado en buena parte de sus seguidores la sensación de que algunos de sus signos de identidad parecen irrecuperables. Un director que logró reflexionar sobre cuestiones existenciales -la peculiar forma de cuestionarse la presencia de Dios, el psicoanálisis, la influencia de la religión o la muerte- tanto en inteligentes comedias como en ajustados dramas. En los últimos tiempos parece haber dejado algo de lado sus constantes preocupaciones y unos relatos que giraban en torno a los encuentros y desencuentros de sucesivas parejas en su entorno neoyorquino. Echando la vista atrás, resultan irrepetibles unos años en los que se sucedieron obras de la entidad de Manhattan (1979), Recuerdos (1980), Broadway Danny Rose (1984), La rosa púrpura del Cairo (1985), Hanna y sus hermanas (1986) o Alice (1990) y que se prolongó hasta Celebrity (1995). Sucesivas generaciones han disfrutado del universo personal que el cineasta creó en Nueva York, en el que resulta difícil a veces recordar el comienzo, el final o el argumento completo de sus películas, pero en el que se entrecruzan multitud escenas, diálogos o personajes inolvidables.
El cineasta despliega en Match Point de forma espléndida su talento narrativo al servicio de un relato que, con pulso firme, desplaza de la comedia dramática hacia terrenos mucho más turbulentos. Una serie de claves anuncian el progresivo camino hacia la intriga, un juego de espejos al que también somete a su pareja protagonista. El personaje al que da vida Scartlett Johansson es presentado como una especie de mujer fatal, que recuerda a La dama de Shanghai (1948) -“Una mujer de la que el protagonista no se debería enamorar”-, película homenajeada también por Allen en Misterioso asesinato en Manhattan (1993). Conforme avanza el metraje esta primera impresión evoluciona, recordando a la fragilidad del personaje interpretado por Grace Kelly bajo la dirección de Hitchcock en Crimen perfecto (1954). La escena en la que toma el teléfono, dando una noticia que desencadena parte de la trama, la recuerda poderosamente -Por cierto, no parece fortuito que Ray Milland, protagonista masculino de Crimen perfecto, fuese también un excampeón de tenis-. Del mismo modo, Jonathan Rhys Meyers interpreta de forma impecable a este joven tenista, un seductor que lee Crimen y castigo y que aprovecha las oportunidades gracias a su innegable encanto.
De esta forma, se suceden las reuniones y actos sociales en escenarios londinenses, que el director disecciona con perspicacia, manejando con soltura los diálogos en unos espacios donde se mueve con seguridad. El atractivo de los dos actores funciona en algunas secuencias brillantes, como el recorrido por la Moderm Tate o el encuentro amoroso rodeado por la luz dorada de los campos de trigo, unas hermosas imágenes rodadas con aires de Chejov. Las conversaciones del protagonista con un antiguo amigo, al que expone sus dudas y temores, se convierten en una especie de desdoblamiento, un continuo dialogo con su propia conciencia. Una cuidada selección de piezas de opera subraya el carácter de un relato que avanza hacia la tragedia.
Match Point remite directamente a Delitos y faltas (1989), una de las obras maestras del cineasta. En aquella película, Angelica Huston interpretaba a una incómoda examante que también amenazaba el estatus social del protagonista, un Martin Landau atormentado por la culpa, que se preguntaba sobre el sentido de una existencia en la que un crimen podía quedar impune. El éxito siempre parece ser de unos pocos, y si en Delitos y faltas era para un detestable productor de televisión, en esta ocasión es para un tenista reciclado en alto ejecutivo. Woody Allen, que arrastra un inevitable escepticismo junto a una gran sabiduría, plantea mediante la metáfora tenística uno de los mensajes principales de la película: la suerte, inexplicablemente, casi siempre parece caer en el mismo campo. Hay personas que, pese a aquello que hayan hecho, inevitablemente parecen verse favorecidas por la fortuna. Hasta cierto punto, el trabajo, el sacrificio o la fe no importan -tal y como se escucha en un diálogo de la película-, hay algo que se escapa a la voluntad, sobre lo que no hay control.
Woody Allen demuestra una vez más su condición de gran cineasta en una portentosa secuencia en la que el protagonista se enfrenta, de forma literal, a sus fantasmas, y que recuerda a la serenidad alcanzada en los últimos momentos de Interiores (1978) y Otra mujer (1988). El sentimiento de culpa le hace invocar el consuelo que sería saber que, al menos, existe la justicia, que una persona debe pagar por sus actos. En un mensaje velado, fugaz pero afilado, Allen parece tener pocas esperanzas al respecto: muchas personas cargan con sus delitos y faltas, y con el tiempo las van asumiendo e incluso olvidando.
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