La rosa púrpura del Cairo Woody Allen
A través de la pantalla
La rosa púrpura del Cairo Woody Allen
Miguel Laviña Guallart | 9 agosto, 2022
El otoño era el tiempo de Woody Allen. Finales de septiembre, principios de octubre, los inicios de una estación en la que, durante algo más de tres décadas, llegaba a las pantallas una nueva película del cineasta neoyorkino. El último título en incorporarse a esta entrega anual fue Rifkin´s Festival (2020). Durante los últimos años de su dilatada trayectoria, Allen alternó correctos largometrajes, en los que se limitaba a plantear distintas variaciones de sus filmes precedentes, con otras propuestas en las que surgían destellos de su antigua maestría. Ante cierta decepción acumulada, siempre cabe la posibilidad de refugiarse en el pasado. Recuperar o descubrir aquellos largometrajes con los que el director de Annie Hall (1977) y Manhattan (1979) construyó un fascinante universo de recuerdos, impresiones y relaciones, sucesivos encuentros y desencuentros, que recorrían la ciudad de Nueva York.
La dinámica rutinaria con la que se recibían las últimas películas del cineasta, y la sensación de que algunos de los signos de identidad que articulaban su obra cada vez resultaban más lejanos, tal vez impidan recordar -y valorar de forma precisa- unos años absoluta capacidad creativa. En especial, resultan deslumbrantes la década de los ochenta, en los que se suceden títulos de la entidad de Recuerdos (1980), Broadway Danny Rose (1984), Hannah y sus hermanas (1986) o Días de radio (1987). Entre estas obras de plenitud artística se encuentra la deliciosa La rosa púrpura del Cairo (1985), un film que parte de una idea ciertamente insólita, un personaje de ficción que decide escapar de su película para conocer la vida real. Esta premisa permite a Allen adentrarse en uno de los temas recurrentes de su filmografía, el diálogo entre el cine y la realidad. Pese a su aparente sencillez y su aire ligero de comedia, La Rosa Púrpura del Cairo condesa los rasgos distintivos de su autor, y con el paso del tiempo permanece como una de sus obras más personales.
La rosa púrpura del Cairo se encuentra entre las obras de plenitud creativa de Woody Allen durante los años ochenta. Una deliciosa película que parte de una premisa insólita, la decisión de un personaje de ficción de escapar de la pantalla para conocer la vida real
La rosa púrpura del Cairo presenta una estructura circular, el inicio y el final del periplo de su protagonista, Cecilia –Mia Farrow-, se expresa a través de un primer plano de su rostro. En los primeros instantes del film, esta joven observa embelesada el cartel de la nueva película programada en el cine al que es asidua –la caída de una letra de la marquesina la devuelve bruscamente a la realidad-. De igual forma, será un elocuente primer plano frente a la pantalla, sumergida de nuevo en el encanto de una película, el que cierre el film. Cecilia se refugia cada tarde en las sesiones continuas de un pequeño cine de New Jersey, para escapar de su desdichada vida. En una de estas sesiones en las que ve una y otra vez, casi de manera inconsciente, una película llamada La rosa purpura del Cairo, uno de sus personajes, el explorador Tom Baxter –Jeff Daniels, en un doble personaje-, interrumpe el argumento y atraviesa la pantalla, proponiéndole huir de la sala, ante el desconcierto de los espectadores y del resto de los personajes de la ficción.
A partir de esta fractura entre fantasía y realidad, Allen consigue un equilibrio entre las situaciones cómicas que genera la confrontación de estos dos elementos y el trasfondo dramático del film, reflejado tanto de la vida real de la protagonista, como en la época en la que está ambientada, los años de la Gran Depresión. El audaz punto de partida, la huida del personaje y la interrupción su película, conduce a varias escenas cargadas de un inteligente -y por momentos disparatado- humor. A las protestas y la consternación del resto de los protagonistas de La rosa púrpura del Cairo por no poder continuar con el argumento, se suma el estupor de otros personajes, en pleno atasco, al aparecer en la secuencia que no les corresponde, o el deseo de escapar también a la vida real. Resultan hilarantes los diálogos entre estos curiosos personajes –se supone que viven en un lujoso apartamento en Manhattan- y los modestos espectadores, que asisten entre atónitos e indignados a lo que sucede en la pantalla.
La incursión del explorador Tom Baxter en la pequeña localidad de New Jersey permite continuar con el tono de comedia, en el que Allen introduce ciertos detalles nostálgicos, recordando algunos de los modelos que seguían las películas en aquellos años. De esta forma, la manera de Tom de dirigirse a las personas, emulando los diálogos de su película, la caballeresca forma con la que intenta conquistar a Cecilia, o su sorpresa por el hecho de que no se produzca un fundido en negro después de besarla. Proviene de un mundo imaginario en el que ignora que existen las prostitutas y los hombres no juegan sucio en las peleas. Incluso el ritmo de los diálogos y desplazamientos de Cecilia y Tom por la ciudad, con una trepidante banda sonora como fondo, recuerda las screwball comedies de los años treinta y cuarenta.
Este tono de comedia se confronta con la infeliz realidad de Cecilia y cuanto la rodea. La desolada sensación que transmite el parque de atracciones fuera de temporada, donde Tom se esconde, parece una metáfora de la situación que atraviesa el país por la Gran Depresión. El homenaje al cine clásico americano también lleva implícita una visión irónica del sistema de estudios. Las grandes productoras pusieron en marcha su potente maquinaria durante los años de esta crisis para tratar de distraer al público, con multitud de comedias y melodramas en ambientes lujosos o lugares exóticos. El férreo control que ejercían los estudios se evidencia en el miedo por lo que pueda hacer uno de sus personajes “en libertad”. Incluso aparece la célebre paranoia por la “amenaza comunista” de aquel tiempo en EEUU.
Allen plantea uno de los temas recurrentes de su trayectoria, el diálogo entre el cine y la realidad. La rosa púrpura del Cairo se articula en torno al cine como un refugio de la vida real, al tiempo que un medio para encontrar ciertas respuestas a las constantes preguntas que surcan su filmografía
Sin duda, uno de los aspectos más relevantes de La rosa púrpura del Cairo es la relación entre cine y realidad. El cine, en muy distintas manifestaciones, está presente en multitud de largometrajes del Allen. De forma implícita, a través de la influencia de los cineastas europeos a los que siempre ha confesado admirar, o mediante referencias directas a numerosas películas. La rosa púrpura del Cairo se articula en torno a la idea de la magia del cine como un secreto refugio de la realidad. Significa una vía de escape ante las miserias diarias, e incluso un medio para encontrar ciertas respuestas a las constantes preguntas que surcan su filmografía. El cine como elemento de reflexión encuentra una de sus manifestaciones más personales en Hannah y sus hermanas (1986). Su protagonista Mickey –el propio Allen-, tras un intento de suicidio deambula por las calles de Manhattan y termina recluido en un cine. Frente a una simple comedia de los Hermanos Marx, comienza a sentir algo de consuelo: “Mira a toda esa gente divirtiéndose, y ¿Qué más da si lo peor es cierto, si Dios no existe y sólo pasas por la vida una vez? ¿No quieres vivir esa experiencia? No todo es una pesadez. Debería dejar de amargarme la vida buscando respuestas que nunca tendré y disfrutar de ella mientras dure”.
Woody Allen establece de forma espléndida este particular diálogo entre el cine y los personajes de La rosa púrpura del Cairo, a través de una serie de planos/contraplanos en el que puede verse reflejado en sus rostros, iluminados por la semioscuridad de la sala, el efecto de ilusión que generan las películas proyectadas en la pantalla. La aventura de Tom Baxter escapando de la ficción da la oportunidad a Cecilia de materializar sus sueños, pero deberá elegir entre la vida real y la fantasía. Tras una ilusión efímera, la desesperación llevará a Cecilia a refugiarse de nuevo en la sala del pequeño cine. Allen construye una conmovedora secuencia final, descubriendo la magia del cine en la expresión de Cecilia, ante una maravillosa escena de Sombrero de copa (1935). Fred Astaire y Ginger Rogers interpretan Cheek to cheek, mientras que un prolongado primer plano adivina el camino por el que, entre la tristeza, va abriéndose paso lentamente la esperanza. Ginger y Fred continúan bailando Check to cheek, la canción que abría la película en los títulos de créditos -el círculo se ha cerrado-, mientras Cecilia, y el propio Allen, eligen una vez más la fantasía como refugio de la realidad.
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