Frantz François Ozon
Las hojas muertas
Frantz François Ozon
Miguel Laviña Guallart | 27 abril, 2021
Serge Gainsbourg repetía en una de sus canciones más célebres “Je suis venu te dire que je m´en vais, et tes larmes ne pourrons rien changer” –He venido a decirte que me voy, y tus lágrimas no podrán cambiar nada-, a lo que añadía “Recuerdas el tiempo pasado y lloras… como bien decía Verlain con el viento malvado”. El cantautor francés se inspiraba en Canción de Otoño, un poema de Paul Verlain que, en cierto momento, también recita la pareja protagonista de Frantz (Frantz, 2016), una de las películas más depuradas del cineasta francés François Ozon. Las imágenes que visualiza la letra de Gainsbourg se repiten en Frantz, las sucesivas despedidas y las lágrimas que, en algunos instantes, dejarán caer sus cuatro principales personajes. Ozon parece inspirarse en la melancolía que arrastraba Gainsbourg en su canción, y en la sensación de pérdida inevitable que transmite el poema de Verlain –las hojas muertas arrastradas por el viento-, imprimiéndolas en las imágenes y la música de un melodrama que hurga en las heridas abiertas tras la Primera Guerra Mundial. Una apreciable obra de madurez en la que, bajo sus elegantes formas clásicas, fluctúan los sentimientos ambiguos y algunas de las constantes perturbadoras que recorren su filmografía.
A lo largo de su dilatada trayectoria, el prolífico François Ozon tal vez podría haber explorado algo más propuestas tan interesantes como 5×2, Cinco veces dos (2004) o Joven y bonita (2013). Un exceso de contención en el que no incurre en Frantz, dando forma a un relato que recupera la intensidad de obras como Bajo la arena (2000) y En la casa (2012). A pesar de los continuos cambios de género y estilo, su filmografía está recorrida por un meticuloso interés en indagar en aquello que subyace bajo las apariencias. La ambigüedad en las relaciones, los comportamientos enfermizos o derivas extrañas, que observa con mirada inteligente, sin pretender juzgar o ni tan siquiera llegar a explicar, inherentes a la propia naturaleza humana.
François Ozon analiza con potentes imágenes, cargadas de simbolismo, los mecanismos que la memoria puede activar tras una experiencia trágica, tal vez sólo para poder seguir viviendo
Frantz parte de la imagen de un joven francés, Adrien -Pierre Niney- que visita la tumba de un soldado alemán, muerto durante la Primera Guerra Mundial. Conmovido, deposita flores sobre la lápida mientras es observado por Anna, la prometida del fallecido. Adrien entablará relación con ésta y con los padres del soldado, Frantz, al que conoció en el pasado. Ozon construye un relato de remordimientos y sentimientos truncados, en el que va deslizando detalles equívocos, que empujan a preguntarse por la relación que vinculaba a Frantz y Adrien.
Al mismo tiempo, el director analiza los mecanismos que la memoria puede activar tras una experiencia trágica, tal vez tan sólo para poder seguir viviendo. Resulta revelador el uso de la fotografía en blanco y negro y unas significativas transiciones al color, que no establecen una distinción estricta entre pasado y presente. El color surge junto a ciertos instantes felices vinculados al recuerdo de Frantz, tal vez transformados en una representación de aquello que se desearía haber vivido.
Al hilo de estos mecanismos de representación, Ozon plantea hasta qué punto la mentira puede ser una opción legítima como una forma de consuelo. El director subraya este proceso, en el que los personajes parecen arrojarse en brazos de la mentira, con potentes imágenes, cargadas de simbolismo. El violín que el padre de Frantz regala a Adrien, como si le entregase el corazón de su hijo. Unas manos que se posan suavemente sobre unos dedos inexpertos que tocan un violín, o las cartas que Anna lee a los padres de Frantz, unas hojas tan muertas como las del poema de Verlain.
Frantz se estructura en dos partes que se reflejan y complementan, dos viajes entre Alemania y Francia, en busca de una similar ficción reparadora. En el segundo tramo la figura de Anna –conmovedora la actriz alemana Paula Beer-, se erige en el personaje central del film, encajando las piezas de este complicado puzzle de ficción y realidad. En la soledad de sus viajes en tren, atravesando los paisajes de la Francia de posguerra, Ozon llega a retratarla con una pureza cercana a las heroínas Fordianas. Un periplo que la conduce hasta otro elemento clave que planea sobre el relato, El suicida de Manet. Este cuadro que, como en otras ocasiones en el cine de Ozon, adquiere un significado afilado y de doble sentido, será para Anna una representación tanto de la muerte, como de un futuro lleno de vida.
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