El reportero Michelangelo Antonioni
Palabras en el desierto
El reportero Michelangelo Antonioni
Miguel Laviña Guallart | 16 diciembre, 2021
El cineasta italiano Michelangelo Antonioni inició a mediados de los años sesenta un largo periplo artístico y vital, que le alejaría de Italia durante más de una década, y en el que tras recalar en Londres –Blow up (1966)-, y recorrer con su cámara lugares tan distantes como EEUU y China –Zabriskie Point(1970), Chung Kuo-Cina (1972)-, le condujo como destino final hasta una pequeña localidad de Almería. Un lugar en el que alcanzaría los límites de su capacidad creativa, y en el que transcurre la última secuencia de El reportero (Professione: Reporter, 1975). Una película de carácter circular, que se inicia en la inmensidad de un desierto en el norte de África y que en sus minutos finales llega hasta los parajes desérticos de Almería. Un fascinante recorrido en el que Antonioni lleva hasta sus últimas consecuencias su continua reflexión en torno a la identidad, la disociación de la realidad en diferentes planos -en continuo contraste con lo aparente-, y el desconcierto existencial que exploró de distintas formas a lo largo de su filmografía.
Antonioni parte en El reportero de una de las premisas más extremas respecto a los interrogantes en torno a la identidad: la posibilidad de asumir la vida de otra persona, y por tanto el destino que inexorablemente parece llevar aparejado. Su protagonista David Locke –Jack Nicholson-, un periodista especializado en conflictos internacionales, que se encuentra realizando un reportaje en algún lugar del norte de África, decide reemplazar la identidad de un hombre de negocios al que conoce en su hotel, Robertson, muerto de forma súbita, con el que guarda cierto parecido. La primera secuencia de El reportero, una sucesión de planos sin apenas diálogos, muestra la ardua travesía del reportero a través del desierto. Un paisaje ilimitado, cargado de ecos amenazantes bajo un implacable calor, pero del que emana una cautivadora belleza. Antonioni rueda sucesivos planos panorámicos que se convierten en la prolongación de la mirada del periodista hacia el horizonte abierto. El hastío vital en el que se encuentra inmerso se concreta en un plano en el que alza sus brazos hacia el cielo, tras la avería de su vehículo –un significativo gesto que se repetirá varias veces a lo largo del metraje-. Más adelante, varios flashbacks revelan el desánimo profesional y el bloqueo sentimental que arrastra este personaje.
El reportero se constituye en un fascinante recorrido de carácter circular. Un viaje en forma de road movie, en el que Antonioni lleva hasta sus últimas consecuencias su continua reflexión en torno a la disociación entre apariencia y realidad
En un principio, la desconcertante decisión del reportero de suplantar la identidad de un desconocido, falsificar su pasaporte y hacer creer a su entorno que ha muerto, podría sugerir un medio para conseguir un nuevo reportaje. Sin embargo, sucesivas claves indican que el camino emprendido por este personaje es una renuncia, una especie de huida de sí mismo. Locke seguirá las citas marcadas en la agenda de Robertson –quien resulta ser un traficante de armas bajo su apariencia de hombre de negocios-, desplazándose por varias ciudades europeas. Tras su paso por Londres y Munich, llega a Barcelona, desde donde continúa su viaje en coche hacia el sur de España, acompañado por una joven estudiante de arquitectura –Maria Schneider-. El último tramo de El Reportero adquiere el carácter de una road movie, un relato que avanza a través de paisajes progresivamente desérticos y vacíos. Unas sugerentes imágenes que reflejan, a medida que avanza su desplazamiento físico, la transformación emocional del periodista.
Antonioni logra alcanzar en El reportero el equilibrio, tal vez no conseguido en otras de sus películas, entre una precisa estructura dramática, a través de un sólido desarrollo argumental, y su constante exploración estética. El cineasta desarrolla la intriga que genera la suplantación de la identidad del periodista –la huida de su pasado se convierte progresivamente en una persecución-, mediante una extrema depuración técnica. En este sentido, destaca la maestría desplegada en dos de las secuencias más relevantes del film. El periodista rememora su primer encuentro con Robertson en el hotel del desierto mediante la continuidad de unos planos, en los que el director juega con el diálogo entre ambos. Una conversación que, en cierto momento, se descubre que en realidad está grabada por el periodista en su magnetófono, pero que Antonioni transforma en imágenes mediante una magistral transición de tiempo y espacio.
Antonioni construye la célebre secuencia final de El reportero mediante un portentoso plano secuencia de unos siete minutos de duración. El equipo de la película tardó once días en conseguir rodar en continuidad este plano, en un pequeño espacio junto a la plaza de toros de Vera (Almería), donde se construyó el decorado del hostal que supone el destino final del periodista -llamado significativamente “La Gloria”-. Un complicado y extenso desplazamiento de cámara, mediante un minucioso planteamiento, que pudo rodarse tan sólo durante unas horas al día, para conseguir una homogénea iluminación. Un desafío técnico que el director convierte en una de las experiencias creativas más significativas de su filmografía. Un plano secuencia que deslumbra tanto por su artificio visual, como por los interrogantes que genera fuera de campo y el inevitable desaliento final que desprenden sus imágenes.
Antonioni consigue en El reportero el equilibrio entre un preciso desarrollo dramático y su constante exploración estética. El cineasta llega hasta los límites de su capacidad creativa en una pequeña localidad de Almería, donde rueda el portentoso plano secuencia del tramo final
El Reportero culmina la trayectoria errática de Antonioni, obra en la que imprime un marcado carácter existencialista en la representación del individuo. El periodista asume el acto extremo de suplantar una identidad, y parece dejarse llevar bajo cierto automatismo, aceptando un destino que puede prever como trágico. Un viaje hacia la nada y una liberación de su propia persona, tal y como revela el gesto de alzar los brazos al cielo, repetido en el funicular sobre el puerto de Barcelona, en el simula la ingravidez de estar volando.
En este sentido, llega a la plena aceptación de su nueva identidad cuando repite y hace suyas las palabras de Robertson ante la belleza del desierto. En el hotel en el que se encuentran al comienzo de la película, Robertson le señala el paisaje que se abre ante ellos: “Hermoso, ¿no le parece? Tan inmóvil, esta especie de espera”, a lo que el periodista contesta, lacónicamente, estar más interesado en las personas que en el desierto. Preguntado por la joven en los minutos finales del film por la belleza del desierto almeriense, el periodista responde: “Sí, es hermoso”. Significativamente Robertson también le había señalado como “Muchas personas viven en el desierto”, unas palabras que resonaban ante el horizonte abierto, reflejo del vacío interior del periodista.
Estos elementos simbólicos se van repitiendo a lo largo del metraje, aciagos presagios del destino incierto que ha elegido el periodista –la visita al cementerio en Munich, la iconografía de los retablos barrocos, la cruz blanca bajo la que un anciano les señala el camino-. El cineasta que mejor ha integrado la arquitectura en sus filmes plasma en su paso por Barcelona la obra de Gaudí –las imágenes en la terraza de La Pedrera son unas de las más emblemáticas de la película-. La belleza de estos edificios modernistas es un símbolo de la burguesía –“Se construyó para un fabricante de terciopelo” explica la joven-. El autor que diseccionó la alta burguesía del norte de Italia en la “Trilogía de la incomunicación” –La aventura (1960), La noche (1961) y El eclipse (1962)-, desliza una nueva referencia a los desequilibrios producidos por la sociedad industrial sobre el individuo.
Finalmente, Antonioni completa la estructura circular de la película, el periodista regresa a un paraje desértico, reflejo de su propio interior, tal vez el último lugar donde encontrar respuestas a su decisión extrema. El cineasta plantea de nuevo la disociación entre realidad y apariencia, deja en el aire varios interrogantes sobre el estado emocional que puede empujar a la persona hacia los límites de su identidad, y condensa los signos distintivos de su estilo visual en una de sus obras más complejas.
EL REPORTERO (1975) – EN IMÁGENES
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