El quimérico inquilino Roman Polanski
Inquietante incursión por los mecanismos de la mente
El quimérico inquilino Roman Polanski
Miguel Laviña Guallart | 25 abril, 2021
Recuperada a lo largo de los últimos años como la obra que condensa los rasgos distintivos de su autor, El quimérico inquilino (Le locataire, 1976) supone uno de los ejercicios más intensos de Roman Polanski dentro de sus continuos recorridos por los enigmáticos espacios de la mente. El rigor en el análisis y las valoraciones en su integridad que, inevitablemente, proporciona el paso del tiempo, han revelado esta obra fascinante, algo eclipsada entre otros títulos de prestigio, que se descubre como una pieza clave sobre la que gravita una filmografía de indudable poder de seducción. Recibida con frialdad por parte de crítica y público –las crónicas del Festival de Cannes de 1976 recuerdan las desiguales críticas en su presentación-, lo cierto es que esta arriesgada propuesta pudo resultar en su día algo desconcertante. El cineasta polaco se encontraba en su plenitud creativa, y le fue posible llevar a cabo uno de sus trabajos más personales gracias al rotundo éxito de Chinatown (1974), afrontando la adaptación de la novela homónima del francés Roland Topor con libertad y entusiasta rapidez. Poco más tarde, sus problemas con la justicia en EEUU lo conducirían a una errática carrera, un largo periplo que continúa hoy día.
El propio director da vida a Trelkovsky, un joven polaco que busca alojamiento en París y comienza a vivir en un piso cuya anterior inquilina ha intentado suicidarse. El extraño comportamiento de los vecinos junto al constante recuerdo de esta inquilina, cuya presencia parece flotar obsesivamente entre sus cuatro paredes, lo abocan a una espiral en la que, creyéndose víctima de una conspiración, asumirá progresivamente la personalidad de la joven suicida. Polanski se adentra por los tortuosos recovecos mentales que conducen a una enajenación, pero sin dejar al margen lo absurdo, ridículo, e incluso lo grotesco innato, a menudo, en el comportamiento, conjugando su peculiar sentido del humor. Consigue transitar por una difícil línea en la que la angustia, la tensión creciente y las extrañas relaciones en las que se ve sumido este personaje, se contraponen a sus cada vez más extravagantes reacciones, de forma que la intriga se subraya con un irrefrenable humor que juega con elementos siniestros, próximo al esgrimido en Cul-de-sac (1966) –no en vano, cuenta de nuevo con uno de los colaboradores esenciales en su carrera, el guionista Gérard Brach-. La cinta se estructura en diversas disociaciones, rupturas con la realidad en sucesivos niveles. Conforme avanza el metraje la trama adquiere tintes fantásticos, una serie de prodigiosas secuencias –en especial aquellas que ponen en escena las desdobladas visiones a través del patio de luces- revelan distorsionadas percepciones, alucinadas especulaciones que se disuelven con la realidad.
Roman Polanski, en un momento de plenitud creativa, explora los distintos estados de alienación, de nuevo con un extraordinario uso del espacio cerrado, donde desarrolla algunas de sus constantes temáticas
En el imaginario colectivo permanecen las ondulantes manos en el fantasmagórico pasillo de Repulsión (1965) que intentaban atrapar a su protagonista, las grietas que rajaban las paredes como proyección de su locura. Tal vez El quimérico inquilino no ha alcanzado estos niveles de popularidad, pero sin duda significa un paso más allá en el interés del realizador por explorar los distintos estados de alienación. Logra de nuevo un extraordinario uso del espacio cerrado, un escenario donde desarrolla algunas de sus constantes temáticas. Al tiempo que indaga en esta perturbación mental, vuelve a plantear las relaciones de sumisión y poder que se establecen entre los personajes en un espacio aislado, la ambigüedad o lo insólito de las reacciones, sin perder la influencia de la larga tradición del absurdo. El velero de El cuchillo en el agua (1962), la mansión de Cul-de-sac, o el apartamento de La semilla del diablo (1968) dan paso en esta ocasión a un desasosegante edificio que acaba convirtiéndose en la proyección del cerebro del protagonista. El cineasta, que adquirió una excelente formación técnica en la Escuela de Cine de Lodz (Polonia), se desenvuelve magistralmente en estos interiores, jugando con la profundidad de campo, la dualidad de los espejos y con los volúmenes cambiantes del espléndido decorado, que empequeñecen al personaje y acentúan su carácter aislado, vulnerable. Elabora unas complejas composiciones visuales con la ayuda del bergmaniano maestro de la fotografía Sven Nykvist; unas secuencias subrayadas con un sugerente trabajo de sonido –la lluvia, los truenos, el gorjeo de las palomas, los golpes lejanos en los pasillos, o el punteo constante de los relojes o las gotas en el fregadero-, que acota la partitura de Phillippe sarde.
Al igual que en otros de sus filmes, en especial la citada Repulsión, con la que establece distintos vínculos, Polanski construye de nuevo una compleja estructura circular. En aquella cintauna imagen idéntica, la pupila de su inquietante protagonista, Carol, enlazaba el inicio y el término de su particular proceso de enajenación, apuntando una posible explicación sobre el origen de su desequilibrio. En esta ocasión, la visita de Trelkvosky a la inquilina suicida en el hospital al comienzo del relato tiene su correspondencia con los desconcertantes planos finales. Concluye un trayecto circular al tiempo que abre diversos interrogantes. Todo aquel que ha asistido a esta desintegración puede establecer sus propias conclusiones, preguntarse hasta qué punto la personalidad de Trelkovsky se ha desdoblado, si uno ha existido tan sólo en el cerebro del otro, quién es el inquilino de quien. La maestría del autor nos introduce en el último tramo directamente en la mente del protagonista, de forma que se asiste a la pesadilla a través de sus propios ojos. Esta visión deformante de la realidad permite estimulantes grados de abstracción, dudar si de veras existía una patología previa o si en esta obsesión persecutoria había algo de verdad.
El director conduce a su personaje a su máximo delirio en la secuencia final, en la que el patio se convierte en un gran teatro, los balcones se transforman en palcos desde donde unos privilegiados vecinos asisten a su última representación. La fractura con la realidad es definitiva, y es curioso que Polanski elija para mostrarla esta referencia al teatro. Además de ser un recurso estilísticamente brillante, implica una representación dentro de la representación mental, llegando la situación a unos límites grotescos que el director, que ya llevaba varias tragedias sobre sus espaldas, podía conocer de cerca. Para encarnar a estos vecinos cuenta con una galería de veteranos intérpretes como Shelley Winters, Melvyn Douglas o Jo Van Fleet, junto a una Isabelle Adjani que se empeña en una composición alejada del hermoso rostro sobre el que François Truffaut había plasmado poco antes El diario íntimo de Adela H (1975). Y por supuesto, el propio cineasta, magistral como Trelkovky. Los sonámbulos paseos de una ensimismada Catherine Deneuve por el Londres de los sesenta en Repulsión han quedado como testimonio de una época. De forma similar, los apresurados andares de Roman Polanski huyendo de sus fantasmas en esta obra a redescubrir permanecerán, sin duda, como una de las referencias del París de los setenta.
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