El mensajero de Joseph Losey
Mercurio entre los dioses
El mensajero de Joseph Losey
Miguel Laviña Guallart | 24 agosto, 2021
Las imágenes de un muchacho corriendo a través de unos campos ocres recién segados, quemados por el sol, en la quietud que siempre parece pesar sobre las tardes estivales, tal vez identifiquen al instante, casi de forma inconsciente, El mensajero (The go-between, 1971). Estas secuencias de un niño utilizado como correo entre dos amantes de distinta clase social, que se repiten insistentemente a lo largo del metraje, condensan algunas de las diferentes lecturas que plantea la película. En su carácter de relato iniciático, simbolizan la inevitable carrera de un muchacho hacia su inminente paso a la juventud, hacia su abrupta pérdida de la inocencia. De igual forma, la belleza con las que están concebidas remite a un pasado idealizado, representando el ejercicio de recuerdo sobre el que se articula el film. La ajustada adaptación realizada por el cineasta Joseph Losey de la novela homónima de L.P. Hartley, supone su tercera y última colaboración con el dramaturgo y guionista Harold Pinter, responsable también del guion de El sirviente (1963) y Accidente (1967). Sin duda estos tres largometrajes, vinculados por algunos rasgos distintivos, constituyen las obras más relevantes de la filmografía de Losey, y contribuyeron de forma decisiva a su creciente prestigio durante los años sesenta. Una década que finalizó con El mensajero, Palma de Oro en el Festival de Cannes.
La adaptación fílmica de El mensajero comienza con las mismas palabras que la novela: “The past is a foreign country: they do things differently there” -“El pasado es un país extranjero: allí las cosas se hacen de manera distinta”-, por medio de la voz en off del protagonista del relato, Leo Colston, varias décadas después de los hechos vividos durante un verano que se dispone a recordar. El punto de partida del film es un hipotético presente desde el que se narran unos hechos del pasado. Por tanto, desde un principio debe tenerse en cuenta que lo narrado puede caer en las trampas que tiende la memoria, al igual que los recuerdos, filtrados por el tiempo, a menudo se convierten en nostalgia. Losey plantea este diálogo entre presente y pasado desde el primer instante, de forma visual, enmarcando el relato rememorado entre unos títulos de crédito y un epílogo situados en un presente lluvioso y aciago, que contrasta con la luminosidad y belleza del pasado. El hilo conductor es el joven Leo -Dominic Guard-, a punto de cumplir 13 años, pero el punto de vista corresponde al de este mismo personaje varias décadas después, obligado a recordar. Unos pequeños pasajes y otras breves palabras en off se encargan de recordar, de forma puntual, que se trata de una historia que está siendo rememorada, completando el significado de los hechos desde la perspectiva que proporciona el tiempo.
El mensajero, Palma de oro en el Festival de Cannes de 1971, supone la tercera y última colaboración de Joseph Losey con el escritor y dramaturgo Harold Pinter, responsable de un magnífico guion. Junto a El sirviente y Accidente, constituyen las obras más relevantes de la filmografía de Losey
De esta forma, tras unos brumosos títulos de crédito, en los que la lluvia se desliza por un cristal al igual que unas lágrimas, acompañadas por la vibrante partitura del compositor francés Michel Legrand, El mensajero se adentra en el particular retorno a ese país extranjero que es el pasado. Unos días de julio que el joven Leo pasa en Brandham Hall, una mansión de campo situada en Norfolk, invitado por su compañero de colegio Marcus Maudsley. En Bradham Hall, Leo se incorpora al ocioso discurrir del verano de la familia Maudsley, disfrutando de su hospitalidad y hábitos estivales, pero sin que su origen más modesto, de una forma u otra, deje de estar presente –incluso en cierto momento, con el devenir de los acontecimientos, le será puesto cruelmente de manifiesto-.
El muchacho se siente desde el primer momento fascinado por Marian -Julie Christie-, la hija mayor de los Maudsley, joven que mantiene una secreta relación amorosa con Ted Burgess, un granjero de la zona -Alan Bates-. Leo se convierte en inesperado mensajero entre ambos, encargado de llevar las cartas que facilitan sus citas. Algunos miembros de la familia parecen tener cierto velado conocimiento de esta relación clandestina, y Marian accede a comprometerse en matrimonio con un miembro de la nobleza local, lord Trimingham -Edward Fox-. Esta situación, que cuenta con la reprobación social de la época, se precipita hacia un trágico final.
Ecos de la inevitable pérdida de la inocencia
Un argumento que juega con estos elementos podría quedar fácilmente reducido, en sus líneas básicas, a un triángulo amoroso en el que se ve implicado de forma fortuita un muchacho. Sin embargo, El mensajero se aleja de esta simple premisa gracias a la distancia que impone Losey en su realización, y a la precisión con la que hila los inagotables detalles con los que Harold Pinter construye el magnífico guion, logrando una narración minuciosa, en la que los significados se revelan conforme el muchacho comprende y va perdiendo su inocencia. El guion de Pinter se estructura en una sucesión de situaciones y conversaciones en apariencia banales, que transcurren en los armoniosos rituales de Brandham Hall, pero en las que, al igual que en sus dos anteriores colaboraciones con Losey –en especial Accidente-, los gestos y las palabras expresan mucho más de lo que aparentan.
Relato de unos amores no visualizados –el de Marian y Ted, que tan sólo comparten circunstancialmente plano en la secuencia de la fiesta anual que reúne a los vecinos de la zona, y en la escena clave final; y también del incipiente amor idealizado que se despierta en Leo hacia Marian-, la intensidad de estos sentimientos se transmite tan sólo a través de pequeños detalles. El entorno social y la educación recibida les impiden verbalizarlos, y se intuyen por instantes como la urgencia por guardar un pañuelo perteneciente a la persona amada, la ansiedad que revelan las preguntas, en apariencia indiferentes, sobre la otra persona en la distancia, o las lágrimas que en ciertos momentos ponen al descubierto a los personajes.
Losey consigue dar forma a un hermoso y amargo relato, la abrupta pérdida de la inocencia de un joven, a través de unas secuencias que remiten a un pasado idealizado. Estas imágenes representan el ejercicio de recuerdo sobre el que se articula El mensajero
Una primera lectura de El mensajero obliga también a considerarla, de forma evidente, como una crítica al funcionamiento de una sociedad rígidamente estructura, una certera escenificación de las diferencias sociales de la época. En este sentido, Losey se muestra demoledor en la secuencia de la fiesta anual de la mansión con los empleados y vecinos de la zona. Sin embargo, el director tira de un hilo mucho más sutil que también siguen otras novelas de la época, como por ejemplo Retorno a Brideshead (1945), y es la capacidad de la nobleza y la alta burguesía para servirse de un miembro de otra clase social, al que temporalmente incorporan a sus filas, de implicarlo en sus juegos o intrigas amorosas, como necesario actor o circunstancial testigo de la puesta en escena de sus particulares dramas, llegando incluso a “vampirizarlo”. Desde la perspectiva contraria, analizaría las consecuencias para este personaje que, en un principio se siente deslumbrado por esa especie de jardín secreto, cuyas puertas se le abren, y más tarde resulta herido o su futuro queda irremediablemente modificado. Leo resulta dañado por una tragedia en la que involuntariamente se ve envuelto, en el momento especialmente delicado de su paso a la adolescencia. La profunda decepción del muchacho ante el precipitado final del verano, y el sentimiento de culpa que arrastra por lo ocurrido, queda reflejado en los fragmentos del Leo adulto que vuelve al escenario de los hechos. La luminosidad del verano evocado, la energía e ilusiones del muchacho, contrastan con la amargura que refleja el rostro del hombre de mediana edad en el que se ha convertido.
Por tanto, no resulta fortuito que lord Trimingham decida apelar afectuosamente a Leo como “Mercurio”, el joven mensajero de los dioses, una tarea que, en su inocencia y deseo de agradar a Marian, el muchacho lleva a cabo diligentemente. El muchacho se siente transportado a un estado superior, una suerte de comunión con el sol que tiene su punto álgido en su triunfo en un partido de criquet. Incluso asigna una especie de carácter divino a Marian y Ted y así queda reflejado en la novela: “Para mí los dos eran inmortales. Inmortal: la palabra poseía un particular encanto que daba nuevo esplendor a mi ensueño”. Sin embargo, en una de las secuencias más hermosas del film, su viaje en carruaje junto a Marian a la ciudad, la voz en off de Leo adulto no se compara con Mercurio, sino con el mito de Ícaro: “Volaste demasiado cerca del sol y te abrasaste”. El muchacho se convierte en cómplice de Marian, y por complacerla está dispuesto a mentir, incluso una vez que descubre la verdadera relación de la joven con Ted. Este incipiente amor de Leo hacia Marian se trasluce en varias escenas de especial textura visual, que expresan sensaciones que Leo experimenta por vez primera. Momentos como el paseo tras el baño en el que Leo se esfuerza por cuidar el pelo mojado de la joven, o más tarde, cuando llora solo frente a un árbol, tras leer una reveladora carta de Marian dirigida a Ted.
Las “representaciones” sociales de Brandham Hall
Autor elegante y minucioso, observador distante e implacable de sus personajes, Losey se revela como el realizador adecuado para la adaptación fílmica de El mensajero. El cineasta se vio obligado a exiliarse de EEUU en 1952 debido a los efectos del mccarthismo. Estas circunstancias tuvieron un efecto lógico en su irregular trayectoria, junto a continuos problemas de producción en varios de sus proyectos. Sin embargo, con el tiempo fue uno directores que mejor pudieron consolidar su carrera fuera de EEUU, afincándose en Gran Bretaña. Sin duda, resulta posible rastrear las huellas de estas circunstancias en la obra de la mayor parte de los cineastas afectados por la “Caza de brujas”. Alusiones más o menos explícitas a la represión, los mecanismos de los órdenes establecidos o las relaciones de poder. Losey parecer sentirse muy próximo a los ambientes que retrata en El mensajero, y conocer perfectamente la trama que se desarrolla en la trastienda del relato. De esta forma lo demuestra la fluidez narrativa y una puesta en escena que se desenvuelve con maestría en las escenas colectivas. Secuencias que retratan los ceremoniosos hábitos de la mansión, una sucesión de rezos matinales, reuniones en torno a la mesa, o complicados desplazamientos en grupo a la iglesia y lugares de ocio, donde logra encajar con precisión las distintas piezas. Resulta significativa también la insistencia en las composiciones triangulares, referencia a la cuestión principal que recorre el relato.
Los tres largometrajes que constituyen la colaboración entre Losey y Harold Pinter giran en torno a la ambigüedad en las relaciones entre sus personajes, a través de la sutileza de unas situaciones y de unos diálogos que siempre sugieren algo más, y que se empapan del ambiente que les rodea. En este sentido, es magnífica la escena en la sala fumar, la charla mantenida entre Leo, Lord Trimingham y el padre de Marian sobre Ted. La sutil manera en la que se trasluce que los dos adultos están al corriente de la relación amorosa de éste con Marian, sin que por supuesto lleguen a mencionarla. Una escena que remite a los más depurados momentos de Accidente. Los diálogos captan el ambiente fútil de los habitantes de Brandham Hall, con respuestas que en numerosas ocasiones constituyen otra simple pregunta. La vinculación entre El mensajero y Accidente se establece también en el plano, muy similar, que abre y cierra ambos largometrajes. Un plano de la mansión, principal escenario de lo narrado, pero desde una distinta perspectiva visual y sonora que varía entre el comienzo y el final del metraje, lo que expresaría el cambio en las circunstancias y la evolución de los personajes que han circulado por ese espacio. La primera imagen de la casa campestre de El mensajero, con el aspecto radiante y prometedor de inicios del verano, contrasta con la imagen triste, a través de la lluvia, que se observa cuando Leo la deja atrás, tras haber cumplido su labor de recordar.
A pesar de la contención que establece Losey en la realización, y del acierto de ser fiel a la novela evitando visualizar la relación entre Marian y Ted, en algunos momentos esta aparente frialdad parece quebrarse. El cineasta introduce ciertos atisbos de sinceridad ante los ojos Leo, intentando el muchacho comprender los sentimientos que desbordan a Marian y Ted, y la fragilidad que ponen al descubierto. Resulta significativa la escena en la que Marian rompe su habitual compostura, y ante sus lágrimas, Leo intenta consolarla de forma intuitiva y delicada. Marian es el personaje en el que se concentra, en mayor medida, este carácter ambiguo, la voluble relación del individuo con los privilegios de su entorno. Por una parte, se muestra encantadora con Leo, pero llega a comportarse de forma cruel cuando le exige que continúe ejerciendo de cartero. Resuelta, y hasta cierto punto trasgresora de las normas –la llegada tarde al rezo matinal-, su amor por Ted parece sincero en su confesión con el muchacho, pero no lo suficiente para negarse a contraer matrimonio con Trimingham.
A lo largo del metraje, Losey introduce varios detalles que parecen augurar el precipitado final del verano. Una de las cartas que el muchacho le entrega a Ted, en el momento que éste vuelve de cazar, queda manchada de sangre. Algo más tarde, en otra de sus visitas a la granja, lo encuentra limpiando la escopeta en una postura muy similar al plano que lo muestra por última vez. Otra de estas señales aciagas sería el sonido de unos disparos que se escucha en el último encuentro entre ambos en la granja, cuando Leo se vuelve para despedirse. La lluvia presente en la última secuencia anuncia también un triste final a los días de Leo en Brahamd Hall.
Losey reúne en El mensajero a Julie Christie y Alan Bates, dos de los intérpretes británicos más representativos de la década, identificados al comienzo de sus carreras con el Free Cinema, y que habían integrado el reparto de Lejos del mundanal ruido (1967), bajo la dirección de John Schlesinger. Ambos encajan de forma espléndida en sus personajes, un sólido elenco que completa Edward Fox –perfecto el protagonista de Chacal (1973) como Lord Trimingham-. De igual forma, Losey consigue una sensible y natural interpretación del joven Dominic Guard como Leo. Tal vez la única objeción al excelente reparto sería la elección de Michael Redgrave para encarnar a Leo adulto. Resulta difícil encajar los rasgos del joven Leo en el rostro de este actor, pese a que la presencia de este veterano actor pudiese contribuir al prestigio del film.
Estos intérpretes asumen los principales papeles en la “representación” a la que asistimos en Brandham Hall. Un juego de intrigas amorosas y de poder, en la que tanto Leo como Ted son utilizados como actores de reparto, ignorantes de la partida que se está jugando en el seno de los Maudsley para poder seguir manteniendo sus privilegios. Un mismo gesto los equipara a ambos en la secuencia final, en el instante en el que madre de Marian, arrastrando a Leo, descubre a la joven junto a Ted. Las dos realizan el acto instintivo de hacerles apartar la mirada. Ambos han sido peones y resultan, aunque sea de forma involuntaria, perjudicados. Sin embargo, tras la desaparición de Ted y la crisis que sufre Leo por la experiencia traumática, la maquinaria social continúa imparable, tal y como estaba previsto.
El mensajero muestra, una vez más, la habilidad de los integrantes de un estamento social para sortear distintos obstáculos para aferrarse a su estilo de vida, de mantener una aparente estabilidad y resistir a lo largo de las generaciones. Sin embargo, por encima de esta evidente realidad, se impone el hermoso relato iniciático. La sensación que deja El mensajero es que la intención última de Losey es volver, aunque sea tan sólo por unos instantes, a esos días radiantes en los que un muchacho se dirigía, sin ser consciente del momento que estaba viviendo, hacia su inevitable pérdida de la inocencia.
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