El cielo protector Bernardo Bertolucci
Las vastas regiones de la nada
El cielo protector Bernardo Bertolucci
Miguel Laviña Guallart | 27 octubre, 2021
El escritor norteamericano Paul Bowles comienza las páginas de su célebre novela El cielo protector (1949) con el confuso despertar de su protagonista de un sueño durante el que “Había estado demasiado sumergido en la nada, de la que acababa de emerger. No tenía fuerzas para definir su situación en el tiempo y en el espacio, tampoco lo deseaba. Estaba en algún lugar; para regresar de la nada había atravesado vastas regiones”. A partir de este significativo inicio, Bowles trata de situarse en esas fronteras de la nada, un desasosegante límite por el que los personajes de la novela parecen continuamente transitar, y que está presente a lo largo del relato. Cuatro décadas más tarde, el cineasta italiano Bernardo Bertolucci logró aprehender con maestría la influencia existencialista que desprende la obra de Bowles. El sentimiento de desánimo que planea sobre unos personajes desorientados, durante un periodo inmediatamente posterior a la Segunda Guerra Mundial, en una adaptación especialmente fiel al espíritu del origen literario. Bertolucci sigue en El cielo protector (The sheltering sky, 1990) el itinerario marcado por el escritor, y conduce a tres norteamericanos a un viaje revelador, que los adentra en los paisajes ilimitados del norte de África.
La trayectoria de Bernardo Bertolucci, una de las figuras más relevantes surgidas a principios de los años sesenta en el llamado Nuevo Cine italiano, está marcada por un decidido compromiso político y moral, con frecuentes derivaciones hacia el psicoanálisis. A mediados de los años ochenta inicia un voluntario exilio de más de una década, siguiendo un camino similar al de otros cineastas, como Antonioni, Rossellini o Louis Malle, que en su día emprendieron sus propias huidas en busca de nuevas vías creativas. Durante este periodo realiza una trilogía que incluye El último emperador (1989), El cielo protector (1990) y El pequeño Buda (1993) producidas por Jeremy Thomas, con la colaboración del guionista y cineasta Mark Peploe. La inquietud de Bertolucci por adentrarse en los complejos estados emocionales de sus personajes y descubrir las fuerzas motrices de sus actos, revelan una sensibilidad próxima a las claves descritas por Bowles en El cielo protector. El director desplazó al equipo de la película durante doce semanas por distintas localizaciones de Marruecos, Argelia y Nigeria, tratando de seguir un recorrido similar al trazado en la novela. Una inmersión en esos parajes que se percibe en la autenticidad de la atmósfera, la textura y la riqueza cromática que respiran las imágenes de la película.
Bertolucci logra reflejar con maestría en El cielo protector la influencia existencialista que desprende la célebre de novela de Paul Bowles. Una difícil y esforzada adaptación, especialmente fiel al espíritu de su origen literario
Los títulos de crédito de El cielo protector se suceden sobre unas imágenes del Nueva York de los años cuarenta. Estos fragmentos en blanco y negro poseen el doble fin de situar el origen de los protagonistas, y señalar el contraste entre el mundo sofisticado del que provienen y el elegido como escenario de su particular exilio. Bertolucci da inicio al viaje de los tres principales personajes mediante una magistral secuencia. El matrimonio formado por Kit y Port Moresby -Excelentes en sus interpretaciones Debra Winger y John Malkovich-, junto a su joven amigo Tunner -Campell Scott-, desembarcan en un puerto desierto, mientras se elevan los acordes de la espléndida partitura que Ryuichi Sakamoto compuso para la película.
Los tres recién llegados deambulan por un escenario que transmite cierta desazón, los muelles abandonados y unas fantasmagóricas grúas oxidadas, que se asemejan a los cadáveres de la civilización. Unas imágenes que remiten a la guerra que ha terminado y al propio estado de ánimo de los personajes. Las primeras palabras del film se reservan para el célebre diálogo respecto a la diferencia entre turistas y viajeros: “No somos turistas, somos viajeros. Un turista es el que piensa en regresar a casa desde el mismo momento de su llegada, mientras que un viajero puede no regresar nunca”. Las breves alusiones a la Segunda Guerra Mundial son especialmente relevantes, indicando el sentimiento desalentador que este conflicto generó en las generaciones que directamente lo vivieron. Una amenaza de destrucción que está presente en la indeterminada actitud de huida de estos viajeros.
A partir de este sugerente arranque, Bertolucci logra que el espacio físico se convierta en un elemento determinante en la configuración emocional de los personajes y de su evolución a lo largo del relato. El desierto adquiere un intenso valor simbólico, tanto para evidenciar la soledad y aislamiento de los personajes, como por el futuro incierto que se abre ante su horizonte ilimitado. El cielo protector alcanza momentos fascinantes en la inmensidad de un desierto con resonancias trágicas, que el cineasta refleja fiel a su estilo envolvente, mediante unos airosos movimientos de cámara. Una cadencia visual en la que se aprecia la maestría de Vittorio Storaro, director de fotografía con él colaboró durante la mayor parte de su filmografía.
“No somos turistas, somos viajeros. Un turista es el que piensa en regresar a casa desde el mismo momento de su llegada, mientras que un viajero puede no regresar nunca”.
El narrador de la novela es poderosamente omnisciente, y se aproxima de tal manera a los sentimientos de los personajes que sus pensamientos conforman una serie de diálogos nunca transmitidos. Resulta apreciable el esfuerzo de Bertolucci por formular en imágenes esta compleja relación entre Port y Kit, dos personas que parecen quererse, pero que se encuentran distanciados. Por el camino dejan infidelidades, desconfianzas y acercamientos, hasta que las circunstancias, materializadas en la inesperada enfermedad de Port, les empujan a un inevitable reencuentro emocional. La posibilidad efectiva de pérdida les obliga a tomar conciencia de la realidad, del significado del uno para el otro, y de la finitud de una vida en la se han dejado llevar por la inercia.
De esta forma, las influencias existencialistas del origen literario se van filtrando en el recorrido de la pareja por el desierto. Una de las secuencias fundamentales en cuanto al sentido último del relato es la visita a una colina ante el que se abre un inmenso paisaje, donde mantienen la significativa conversación en torno a un “Cielo protector”. En este lugar, cargado de una especie de irrealidad, Port siente que el cielo es extraño, “Casi sólido, como si nos protegiera de lo que hay encima”. Kit inquiere qué puede haber sobre ese cielo, a lo que Port responde: “No hay nada, sólo la noche”. Más adelante, la muerte de Port es el punto de inflexión del largometraje. Durante su agonía se refiere a aquel otro lado al que parece estar cruzando, del que a veces no consigue volver, expresando su miedo porque “Aquello está tan lejos, y estoy tan solo…”. En el instante de su muerte, Bowles introduce unas impactantes palabras: “Ve más lejos, traspasa la fina trama del cielo protector. Descansa”. Envía directamente a Port a la nada que está más allá del cielo que les protege, esa nada que es el destino que parece aguardarles.
A lo largo del metraje, el director introduce distintos detalles que indican estos fatales presagios. Sigue a la pareja en un paseo por las afueras de Aïn Krorfa en el que, ante el imparable afán de Port por continuar el viaje, Kit le insta a detenerse en algún momento, establecerse en cualquier lugar. Port le avisa de que están andando sobre un antiguo cementerio. Kit se tumba y éste adopta una postura orante. La cámara se desprende de esta imagen y mediante un desplazamiento lateral describe una amplia panorámica del horizonte abierto del desierto. Más abajo, descubre las carreras concéntricas de unos tuaregs en la llanura. La belleza plástica de esta secuencia se acompaña del significado aciago que adquiere este instante, la muerte que planea sobre la pareja y el futuro que le espera a Kit entre los tuaregs.
De forma similar, este destino parece predecirse con la pérdida de pasaporte de Port -signo de la disolución de su identidad-, una canción que éste reconoce como “Estoy llorando sobre tu tumba”, o un momento escalofriante, la rabia con la que un perro atado ladra a su paso, y que Port contempla ensimismado. Resulta también claramente visible la película que proyecta un cine a la llegada de los protagonistas a Orán, con un título de lo más elocuente: Sans lendemain (1939) –“Sin mañana”- de Max Ophüls.
El cielo protector alcanza momentos fascinantes en la inmensidad de un desierto con resonancias trágicas, que Bertolucci refleja con su estilo envolvente, mediante unos airosos movimientos de cámara. Una cadencia visual en la que se aprecia la maestría del director de fotografía Vittorio Storaro
La desaparición de Port establece un punto de no retorno, y una vez alcanzado, la novela se ve atravesada por una idea detonante del resto del relato. Bowles señala que, tras este fallecimiento, Kit cree descubrir que ella sólo existía a través de la conciencia que Port, y una vez que éste muere, su existencia carece de realidad. A partir de esta clave debe entenderse el largo proceso de disolución al que se aboca Kit en el último tramo, y que Bertolucci consigue expresar mediante una brillante composición visual. El primer plano de la película muestra el despertar de Port de ese sueño inicial, del que regresa de “Las vastas regiones de la nada”, mediante un peculiar encuadre: un plano invertido de su rostro. Una imagen que repite en otro momento esencial, el instante en el que Port fallece. El plano inicial y el plano final de Port es, por tanto, idéntico: el principio y el fin es su inmersión en la nada. Pero Bertolucci extiende el significado de este plano invertido, desplazando lentamente la cámara, sin abandonar esta posición, hacia el rostro de Kit, tumbada junto a su marido muerto. De esta forma, indica que ella coge el testigo de esa nada a la que también se ve destinada tras la muerte de Port.
A partir del momento en el que Kit cierra sin mirar atrás la puerta de la estancia donde deja el cadáver de Port, la noción del tiempo se diluye, como un signo más de su proceso de desintegración. El paso de los meses posteriores puede adivinarse mediante señales como las sucesivas fases lunares, durante su recorrido junto a una caravana de Tuaregs. Bertolucci realiza un especial esfuerzo durante este tramo final para plasmar en imágenes una parte de la novela que se compone de extensas sucesiones de pensamientos deshilvanados. Fragmenta esta especie de disolución en escenas que muestran el progresivo cambio físico de Kit, la negación de su identidad –es relevante el gesto de enterrar su ropa en la arena-, y su relación con uno de los tuaregs. Resulta elocuente la decisión de recortar sus diarios para decorar la habitación en la que se recluye, y el instante en el que se contempla en un pequeño espejo que ha conservado con ella. La imagen de Kit observándose en el espejo es recurrente a lo largo del film, y marca el punto de retorno. Finalmente, es localizada y devuelta a la realidad que ha pretendido abandonar, pero antes Bertolucci se reserva un gesto significativo: deja entrever en uno de los cuadernos recortados unas palabras: “Can I come back? Am I blue?” –¿Puedo volver? ¿Estoy triste?-. Una vez de vuelta, la espera Paul Bowles en persona para recordarle el sentido último de la existencia.
El vértigo del tiempo
El itinerario de los viajeros de El cielo protector sigue una decidida narración lineal, al tiempo que parece describir una gran órbita que lo aboca a una estructura circular. Bertolucci respeta esta construcción presente en la novela, y al término de su tortuoso periplo conduce a Kit al café de Orán donde convocaba a los personajes al comienzo de la película. Este regreso al punto de partida enlazaría con una idea esférica que parece estar presente a lo largo de la película: el cielo, la luna en sus distintas fases, la cúpula estrellada, la presencia constante de un sol inclemente, el imparable avance de los cuerpos celestes. Bertolucci va un paso más allá en la idea de retorno, y cuenta con la extraordinaria presencia en la película del propio Paul Bowles, como un privilegiado observador de sus personajes, cuarenta años después de escribir esas páginas, invitándole a recitar algunas de las palabras más reveladoras de su novela. La aparición de Bowles en este café, al comienzo y en los momentos finales del film, se configura en un brillante ejercicio de metalenguaje. Convertido en un legado -en mayor medida desde la muerte del escritor en 1999-, permanece como un extraordinario documento visual, calificado por Bertolucci como “El vértigo del tiempo” (1).
La presencia de Paul Bowles en la pantalla se vislumbra en tres instantes, en los que observa atentamente a los viajeros, tal vez con un pequeño brillo de nostalgia en sus ojos. El primer plano de su rostro tallado por el tiempo es el marco sobre el que se escucha su cansada voz en off, recordando las palabras de la novela. En su aparición durante la primera secuencia en el café, afirma que Kit y Port nunca se habían fijado objetivos concretos, cometiendo el error de contemplar el tiempo de forma confusa, de considerarlo inexistente. Todo aquello a lo que la pareja debe hacer frente en el viaje les hará comprender que esa inercia se revela inútil, ante la finitud de una vida que parece caminar hacia la nada.
Al final del trayecto, Kit vuelve al café de Orán mediante una composición visual prácticamente simétrica a la primera secuencia en ese mismo lugar, donde escucha uno de los párrafos más célebres del libro. Bertolucci elige estas hermosas palabras para concluir una esforzada adaptación que logra transmitir las sensaciones que planean sobre el texto. Una escena que incluso podría conducir a una reflexión más amplia, en torno al devenir fugaz de la existencia frente al carácter imperecedero de la novela y, por extensión, del cine.
Paul Bowles pregunta a una extraviada Kit: “¿Te has perdido?”, tras lo que añade:
“Como no sabemos cuándo vamos a morir, llegamos a creer que la vida es un pozo inagotable. Sin embargo, todo sucede sólo un cierto número de veces, y no demasiadas. ¿En cuantas ocasiones te vendrá a la memoria aquella tarde de tu infancia, una tarde que ha marcado el resto de tu existencia? ¿Una tarde tan importante que ni siquiera puedes concebir tu vida sin ella? Quizás cuatro o cinco veces. Quizás ni siquiera eso. ¿Y cuántas veces más contemplarás la luna llena? Quizás veinte, y sin embargo todo parece ilimitado”.
(1) Bertolucci El cine como razón de vivir. Carlos F. Heredero y varios autores. Ed. Festival Internacional de Cine Donostia-San Sebastián S.A. San Sebastián 2000. Pág. 197.
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