Adiós, muchachos Louis Malle
El personal legado de Louis Malle a la memoria
Adiós, muchachos Louis Malle
Miguel Laviña Guallart | 28 abril, 2021
El cineasta francés Louis Malle abordó en 1987 la realización de un proyecto largamente gestado, que habría de suponer un regreso en varios sentidos. Volvía a rodar en Francia tras varios años afincado en EEUU –una voluntaria ausencia que tuvo como resultado filmes tan estimables como La pequeña (1978) o Atlantic city (1981)-, al tiempo que encaraba un triste episodio vivido en su infancia durante la ocupación alemana en 1944. Unos dolorosos recuerdos que le habían acompañado a lo largo de los años, primer origen de Adiós, muchachos (Au revoir les enfants,1987). Recuperaba también con este relato su especial dedicación a un cine personal, trenzado con fragmentos del pasado, que remite a obras como Un soplo al corazón (1971) y Lacombe Lucien (1974), y que tiene su más sincero episodio en este film. Durante su estancia en un internado católico al que sus padres le enviaron para alejarlo del París ocupado por el ejército de la Alemania nazi, tres jóvenes judíos que los religiosos ocultaban en el colegio fueron detenidos, junto a uno de estos sacerdotes, y enviados a un campo de concentración.
Estos trágicos hechos, tal y como Malle comentó en numerosas entrevistas, tuvieron una influencia decisiva en su trayectoria, e incluso decidieron su vocación de cineasta. Durante largo tiempo rehusó abordarlos, enfrentarse a una historia que pugnaba por salir. No es difícil adivinar los rasgos del propio director bajo los de Julien, un joven que rompe a llorar en una estación de tren al despedirse de su madre y volver al colegio para un invernal segundo trimestre; y que es capaz de ocultar esta fragilidad con arrogancia entre sus compañeros y una cierta suspicacia para sortear los rigores del internado. La curiosidad por el extraño comportamiento de Jean, brillante alumno recién llegado con el que comparte aulas y dormitorio -durante un tiempo el guión se llamó “Le noveau”-, le llegará a entablar un esbozo de amistad, en principio gracias a su afición común por las lecturas juveniles. No hay que olvidar, sin embargo, que sobre unos hechos reales el realizador construye una ficción tal y como, según confesó, habría querido que sucediese, ya que en la realidad no llegó a trabar amistad con este joven judío, algo que también le llenó de remordimientos desde entonces.
Un ejercicio de revisión personal e histórica, en el que Louis Malle recuerda con extrema sensibilidad, pero sin perder una mirada reflexiva, lo sucedido a unos muchachos en un internado durante la ocupación alemana en Francia
Tal vez los largos años durante los que se gestó el proyecto contribuyan a que Louis Malle logre con Adiós, muchachos una de sus obras más ajustadas. Cineasta elegante, minucioso, construye un film sencillo en sus formas, pero de un profundo calado moral. Con el detallismo de aquel que reconstruye su propio pasado, recuerda la disciplina en el interior del internado, unas rutinas convertidas en rituales, así como una realidad más amplia y difusa que envuelve a estos jóvenes: las diferencias sociales y la lejana percepción de la complicada situación política, en un internado bañado por una fría luz que filtra los colores invernales de la Francia rural. Planea también sobre estos muchachos un incipiente despertar sexual, encarnado en la profesora de piano -a la que da vida una joven Irène Jacob, unos años antes de ponerse bajo la dirección de Krysztof Kieslowski en La doble vida de Veronica (1991)-, y reflejado también en la confusa atracción que siente Julien por su madre, algo ya apuntado por el director en Un soplo al corazón-.
De este modo, el cineasta vuelca su extrema sensibilidad en dar forma a la relación entre los dos jóvenes, un progresivo acercamiento que conduce hacia la inevitable emoción que pulsan las secuencias finales. De forma conmovedora, pero sin perder una mirada reflexiva, logra hacer partícipe al espectador de la angustia por la suerte que les aguarda a estos muchachos. Un ejercicio de revisión personal e histórica en el que también se esfuerza por mostrar cómo la guerra y la ocupación trascienden en el día a día del internado, de manera que este espacio cerrado se convierte en un trasunto de la Francia del momento. Resulta tristemente significativa la escena en la que Julien lee una carta de la madre de Jean, que el muchacho esconde entre sus libros. Las líneas que le envía tras meses de separación desde el lugar donde se oculta, junto a la posterior confesión del joven –“¿Tienes miedo? … Todo el tiempo”-, condensan la situación sufrida por los perseguidos durante aquellos días. Malle borda frontalmente la espinosa cuestión del colaboracionismo en la figura de Joseph, el joven cocinero del colegio que se convierte en un delator y que remite directamente a Lacombe Lucien –al parecer el punto de origen de Adiós muchachos estaba vinculado al primer guion de aquella cinta-, un espejo donde buena parte del sentimiento de culpabilidad de aquellos años, propio y colectivo, puede verse reflejado.
No parece fortuito que Louis Malle dedique esta película a sus tres hijos, y sea su propia voz la que se escuche al final del relato. A pesar de dirigir otros tres largometrajes antes de su fallecimiento en 1995 -la deliciosa Milou en mayo (1990), Herida (1992) y Vania en la calle 42 (1994)-, tal vez era consciente de que esta película sería su verdadero legado a la memoria, familiar y colectiva. Coetáneo de la generación de los realizadores de la Nouvelle Vague, con los que mantuvo numerosos rasgos en común y ciertas distancias, Malle siguió desde su debut en 1957 con Ascensor para el cadalso (1958) una carrera algo errática, que incluye títulos como Los amantes (1958), Zazie en el metro (1960), Fuego fatuo (1963) o Viva María (1965), antes de su partida a EEUU, al tiempo que desarrolló una notoria labor en el terreno del documental. Gracias a los recuerdos recuperados en Adiós, muchachos obtuvo el León de Oro en el Festival de Cine de Venecia y siete premios Cesar. Una obra que permanece vigente y en la que confluyen una serena madurez con la maestría acumulada con el tiempo.
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